En la primavera de 2024, me dejé llevar por la curiosidad y visité una exposición de coches clásicos en el Camping de Zaragoza. No tenía grandes expectativas, solo el interés de capturar algo que pudiera motivarme.
Al llegar, la escena me atrapó: una hilera de vehículos antiguos, impecablemente cuidados, cada uno con una historia bajo el capó. En cuestión de minutos entendí que no estaba ante una simple colección de coches, sino frente a una parte viva de la memoria colectiva de España.

El SEAT 600 y el 127 fueron compañeros de viaje para familias enteras, llevándolas al mar por primera vez o recorriendo carreteras secundarias sin destino claro, cuando las road movies eran de verdad. El Citroën 2CV, con su silueta inconfundible, evocaba aún imágenes rurales y caminos polvorientos. El eterno Volkswagen Beetle parecía recién salido de una postal de los años 60. Y entre ellos, joyas menos frecuentes como el Fiat 1500 y el SEAT 1500, vehículos que sin duda forman parte de la evolución del automóvil popular en Europa.
Me moví entre ellos con la cámara en mano, sin prisa. Buscaba algo más que la foto bonita: un gesto, un ángulo, una textura capaz de contar lo que no se dice. Los cromados, los reflejos en los parabrisas curvos, los logotipos marcados por el tiempo, los salpicaderos con detalles intactos. Incluso una fotografía antigua de una pareja de abuelos, que imagino fueron pasajeros en uno de estos coches. En cada toma, intenté capturar no solo la huella de los años, sino el cuidado y la pasión de quienes los han mantenido vivos.
Este reportaje es una pausa entre tanto marketing intrascendente de webs sin alma. Es un ejercicio de presencia y respeto. Porque estos coches —y sobre todo quienes ponen su empeño en mantenerlos vivos— forman parte de la historia visual de este país.